Hipódromos olvidados

Castellana (Madrid) y Legamarejo (Aranjuez) iniciaron el hipismo español

 

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Legamarejo, el desaparecido hipódromo de Aranjuez.

 

En ocasiones el pasado son marcas persistentes que se resisten a desaparecer, aun cuando en verdad ya ha desaparecido. Es el caso del viejo hipódromo de Legamarejo de Aranjuez (Madrid), donde se organizaron apasionantes carreras, pero también intrigas políticas y desfiles de la alta sociedad. La construcción y destrucción del Hipódromo de Legamarejo no se puede abordar sin tener en cuenta los de la Castellana y la Zarzuela, en Madrid, la afición hípica de la época y la directa implicación de la realeza en su auge y declive. Y tampoco se puede entender sin las intrigas sociopolíticas de la Restauración y la posterior II República.

Mapas ingenuos
Observando Aranjuez a vista de pájaro, y todavía en algún que otro plano oficial, aparece un extraño óvalo en plenos campos de cultivo. Si el autor del plano es quizá un nostálgico o simplemente un ingenuo, habrá puesto las letras “hipódromo” impresas. Quizá, si es al mismo tiempo realista, inscribirá entre paréntesis “abandonado”. Porque esos arañazos en el terreno, aunque se resistan a desaparecer, no señalan presencia alguna de hipódromo alguno; todo eso desapareció hace mucho tiempo. Aunque ya pocos sepan qué era, se trató de unos de los primeros hipódromos de España. Y su historia, aunque no nos guste el hipismo, es tan turbulenta como apasionante, pues implica política, sociedad y muy diversos intereses. Esta es, efectivamente, la historia detrás de unos arañazos en el terreno. Los arañazos de las carreras de caballos.

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Mapa actual de Aranjuez en el que se aprecia el desaparecido hipódromo.

La Real Yeguada de Aranjuez
Oficialmente se dice que la afición hípica española comienza en 1878 cuando Alfonso XII y María de las Mercedes se casan en el recién inaugurado Hipódromo de la Castellana de Madrid, tradicionalmente considerado el primer hipódromo de España. Pero en realidad ya existía una considerable tradición hípica en Aranjuez, donde los maestres de la Orden de Santiago aprovechaban las amplias dehesas y plácidos sotos de este privilegiado lugar para practicar la cría caballar. En 1560 existía en Aranjuez una cabaña de más de un centenar de yeguas; Felipe II nombraba sucesivamente a un Caballerizo Mayor que cuidara de la Real Yeguada. A lo largo de los años, los reyes fueron aumentando y fomentando la cría caballar de distintas maneras hasta alcanzar un importante número y calidad.

 

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Real Yeguada de Aranjuez en un grabado de 1885

El primer hipódromo
En Aranjuez es muy famosa la Casa de la Monta, construida en el siglo XVIII por Carlos III para acoger a la Real Yeguada. Pero también existía otra al otro extremo de la ciudad, en el soto de Legamarejo, nombre derivado del légamo o cieno depositado por los Ríos Tajo y Jarama, que es aquí donde se juntan. Incluso se trazaron dos de los primeros hipódromos de España. El Duque de Osuna fue uno de los primeros impulsores de las carreras de caballos, una innovación venida de Inglaterra, donde sus campiñas fueron propicias, como los sotos de Aranjuez, para su disfrute.

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Plano de 1865 en el que se aprecia el primitivo hipódromo de Aranjuez.

En el plano realizado en 1865 por P. Peña para la Sección de Trabajos Catastrales de la Junta General de Estadística podemos observar un primitivo trazado de una pista de carreras. Este primer y pequeño hipódromo se había construido en 1851 y se diferenciaba del posterior (1917) tanto en tamaño como en orientación, aunque estaba situado en los mismos terrenos: un espacio llano entre la Calle Lemus y el Río Tajo. En el famoso Álbum Guía de Aranjuez (publicado en 1902) se muestra una fotografía muy interesante, pues es de las pocas conservadas del primitivo hipódromo. A pesar de las modestas instalaciones, la pista presume de un gran ambiente y un nutrido grupo de aficionados disfrutando del deporte en un lugar privilegiado, tan cerca de la ciudad de Aranjuez como de sus extensos y preciosos campos. El ferrocarril ayudaba a que llegaran aficionados de la capital, y este sería sólo el inicio de una historia que tendría días brillantes gracias a la monarquía, auténtica impulsora del hipismo, que construirá, como decimos, un hipódromo mayor y más importante en 1917.

 

Hipódromo primero de Aranjuez

Fotografía del primer hipódromo de Aranjuez, hacia 1900.

Un hipódromo en la Castellana
En cualquier caso, y pese a la primitiva afición a los caballos que existía en Aranjuez ya desde el siglo XVI, la construcción del Hipódromo de la Castellana en Madrid (en 1878) supone el espaldarazo definitivo de la Corona al hipismo y su principal motor de expansión por todo el Estado. Y es que, con la Restauración borbónica tras la I República (y en una época sin otra distracción que los toros), los caballos se convierten en el nuevo estandarte de la alta sociedad y en el escaparate de la aristocracia, los nobles y los gentilhombres. El nuevo hipódromo madrileño se levantó en el lugar hoy ocupado por Nuevos Ministerios: los Altos de la Castellana, donde Madrid terminaba y donde moría el Paseo de la Castellana; un lugar privilegiado para regocijo de la alta sociedad.
La capital, pues, se engalana con una burguesía que adopta el hipódromo como su sede para pasear sus lujos y excentricidades, y se convertirá más en un centro social que deportivo. Efectivamente, salvo los fieles aficionados y apostadores, las carreras de caballo prácticamente son una excusa para ver y dejarse ver, lucir trajes de gala y pasearse con sirvientes y coches de lujo. El paseo hasta llegar al hipódromo es en sí un ritual, un desfile en el que confluían moda, sociedad y deporte a partes desiguales. Los madrileños acudían en masa (60 mil presencian la inauguración), pero siempre con las gradas bien diferenciadas según la clase social de cada uno: por un lado, la familia real, la aristocracia y la alta burguesía, en la grada principal con vestidor y tocador incluidos, aislados del resto. Los socios del Hipódromo podían acceder a gradas laterales delimitadas. El pueblo, en los desmontes, donde el acceso era gratuito y no había servicios. Gómez de la Serna lo vio claro: era “el gran desfile de las rentas”.

Polémica y petición de demolición
Pero frente a la fiesta de las vanidades y los lujos, no pocas voces se habían levantado ya en plena monarquía en contra de este recinto elitista: su ubicación al final de la Castellana usurpaba el suelo público que debía ser la expansión lógica de la ciudad por el norte. Además, el Hipódromo se costeó por parte del Estado (auspiciado por Cánovas del Castillo) como regalo a los Reyes, lo que no pocas críticas despertó sobre el despilfarro económico asumido (más de seis millones de reales del erario). Para terminarlo a tiempo para la boda de los borbones, los obreros dispusieron de sólo tres meses de trabajo; las duras condiciones y la precariedad hicieron que varios de ellos murieran para hacer realidad el capricho de la realeza. Estaba claro que no a todos les gustaba el nuevo espacio burgués. El patrocinio total de la monarquía asegura, sin embargo, su continuidad sin ningún tipo de amenaza real. Alfonso XII era un gran aficionado y disfrutaba de su regalo de boda cada domingo de carreras. Los aficionados estaban encantados con la pasión hípica y vivían días dulces junto a su Rey.

A punto de desaparecer
Pero el mismo auge del hipismo auspiciado por los reyes lo condena al abismo al poco tiempo: depender tan directamente de la Corona lo pone en peligro cuando no consigue su apoyo. Eso ocurrió con la muerte de Alfonso XII, en 1885. Pronto se demostró que la pasión hípica no podía en realidad subsistir sin la realeza y las clases privilegiadas que la acompañaban. El peso de la financiación del hipódromo madrileño era principalmente asumido por el Estado, y la muerte del Rey cortó las alas a su continuidad, pues a la Reina no le gustaba especialmente dicho deporte, y se desinteresó. Sin embargo, el jovencísimo Alfonso XIII recogió la tradición hípica de su padre e incluso la aumentó hasta el punto de crearse la Sociedad Hípica Española en 1901 (un año antes de asumir el trono de España), de la que formaría parte y daría el título de “Real Sociedad Hípica”. El hipismo estaba salvado y vivirá sus mejores momentos.

Alfonso XIII impulsa el hipismo
El siglo XX vio cómo el hipismo recobró fuerza gracias al nuevo Rey. Aunque desde 1908 las protestas enérgicas de empresarios y arquitectos, que pedían la demolición de la Castellana (para permitir el ensanche de Madrid), cobraron gran importancia. Madrid había crecido y necesitaba nuevos servicios, instalaciones, comunicaciones y espacios para nuevos edificios gubernamentales. Pero Alfonso XIII hizo oídos sordos, defendió el hipódromo de la Castellana e impulsó el hipismo por todo Madrid. Para poder continuar con su afición durante las jornadas en Aranjuez, ciudad sureña demasiado lejana de la Castellana, echó abajo el antiguo hipódromo de Legamarejo y construyó en el mismo lugar otro mayor para poder practicar su pasión. La Casa Real patrocina dicha construcción, que se completa en marzo de 1917.

Hipódromo ABC obras

Nuevo hipódromo para Aranjuez
El nuevo Hipódromo de Legamarejo tenía una recta de 800 metros para un recorrido total de dos kilómetros de longitud. Su inauguración fue el 24 de mayo de 1917 a las cuatro de la tarde. ABC lo recoge en su portada al día siguiente, donde las fotografías trasladan el desfile de vestidos de gala, burguesía, lujos y besamanos reales de la Castellana a Aranjuez. Los Reyes son los auténticos anfitriones, y su complejo deportivo se muestra a sus invitados como si fuera otro de los muchos alcázares de su propiedad. Todo es encantadoramente rústico: gradas, tribunas y construcciones de madera entre los altos árboles de los Sotos Históricos, a orillas del Tajo. Aranjuez es el inicio de la temporada hípica y lo será en los sucesivos años estrenando la primavera. Se disputan cinco carreras: el Derby de Aranjuez (patrocinado por el propio pueblo, consciente de la importancia de dichas carreras para la promoción y economía de sus intereses), la copa de Su Majestad la Reina, la primera carrera de la temporada 1917, una carrera nacional y otra militar. El precio de la entrada general era una peseta. La entrada al pesaje valía diez pesetas (cinco para las señoras y los militares uniformados). La jornada en Aranjuez supuso todo un acontecimiento social y un éxito de público. Hasta el precioso Real Sitio acuden una aristocracia urbanita y unos nobles acostumbrados a los lujos de la gran ciudad, y se quedan prendados de los encantos del paisaje, los árboles y los colores de Aranjuez. El Hotel Ritz de Madrid preparó almuerzos por encargo que se sirvieron en los jardines del hipódromo (había que reservar los cubiertos el día anterior en el mismo hotel). Los Reyes prepararon alternativamente otro almuerzo en los Jardines Reales de Aranjuez, al que acudieron ellos mismos y los Infantes Carlos, Luisa y Fernando, además de la Duquesa de Talavera y el Príncipe Raniero.

Hipódromo

Coqueto, pero no práctico
Sin embargo, desde esa primera jornada, queda claro que el de Aranjuez es un hipódromo de “segunda categoría” que servía perfectamente para pasar un “día de campo”, pero en ningún momento quieren que sustituya al de la Castellana, sede de la Sociedad Hípica y sobre la que ésta invierte grandes cantidades de dinero (hasta un millón de pesetas) en su mantenimiento y remodelación, cosa que la Corona no hace en Aranjuez. El desplazamiento costoso hasta el sur de Madrid supone una de las principales críticas y objeciones a la pista de Legamarejo, pese a disponerse un apeadero a propósito cercano a la pista y trenes especiales. Quienes llegan con sus propios automóviles tampoco están del todo satisfechos: se tuvieron que regar los caminos aleñados de acceso al Hipódromo tras las quejas que hicieron algunos viajantes madrileños sobre la polvareda levantada por sus propios coches.
De esta manera, las instalaciones madrileñas son estables, permanentes, robustas y realizadas con ladrillo e incluso posteriormente con hierro, un material arquitectónico innovador en la época. Aranjuez, poco a poco, va quedando como un hipódromo de campo, coqueto pero insuficiente para satisfacer todas las exigencias y comodidades del público y de los deportistas, aunque el pueblo está encantado con la nueva afición de las carreras de caballos. Los vecinos se benefician de esta moda que alientan con todas sus fuerzas, y en sus terrenos se asientan algunas de las cuadras más prestigiosas del momento, como la del conde de la Cimera.

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Un escaparate de lujo
El elitismo del hipismo madrileño tenía en Aranjuez otra dimensión, como relatan las crónicas del periódico ABC: “Quedará como fiesta de esplendor (…). Damas y damiselas, representación genuina de la belleza española, luciendo vaporosas y elegantísimas toaletas [SIC], daban sumo encanto al delicioso lugar. (…) Para el almuerzo, lo más selecto de nuestra aristocrática sociedad tomaba asiento.” Y, tras una retahíla considerable de princesas, duquesas, marquesas, condesas, vizcondesas, baronesas, señoras y señoritas, la crónica puramente deportiva quedaba relegada al final a una escueta relación de ganadores. Las carreras eran, principalmente, un escaparate de lujo. La segunda jornada de carreras en Aranjuez se celebró el jueves 24 de mayo de 1917 y, según los asistentes, “no fue tan concurrida como la anterior”. De nuevo, las crónicas hablan sobre los sibaritas invitados, pero no se narra ningún aspecto deportivo, salvo una escueta lista de resultados. Aun así, el espectáculo da vida a la zona, que se revitaliza con el esplendor de la afición y el ambiente animado de los invitados.

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Alfonso XIII felicitando a un ganador en Aranjuez.

El Rey Alfonso XIII competía con su propia cuadra de purasangres bajo el pseudónimo de Duque de Toledo, pues la mentalidad de la época impedía a otros contendientes rivalizar ni muchos menos derrotar al Rey de España en la pista. Aun así, cuando el Rey recogía su trofeo, el Duque de Toledo quedaba desenmascarado e identificado, así que no pocos se dejaron vencer por él, algo tenido incluso por honroso y meritorio. Por ello no pocos trofeos conquistó sin muchas dificultades (ganó seis años consecutivos el trofeo que llevaba el nombre de su esposa). En aquella época, la Castellana acogía el mayor número de pruebas de la temporada, mientras que Aranjuez organizaba sus propios premios que se convirtieron en clásicos: Prueba de Productos Nacionales, Derby de Aranjuez, Copa de la Reina y Copa María Cristina (las dos últimas pruebas desaparecieron con la llegada de la II República). Pero no todos los años fueron fructíferos en Aranjuez: en 1924 se tuvieron que aplazar las carreras al encontrarse el hipódromo inundado, en 1929 se cancelaron por el luto guardado por la Corte (por la muerte de María Cristina de Hamsburgo-Lorena, segunda esposa de Alfonso XIII), mientras que en 1930 las crónicas hablan de una tarde desagradable de lluvia que convirtió el hipódromo en un desierto.

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Hipódromo Aranjuez

Alfonso XIII paseando por el hipódromo de Aranjuez.

Llega la II República
Con la llegada de los años 30, parte de la sociedad avanzó y los nuevos tiempos hicieron ver esos encuentros como una demostración de elitismo que ya no tenía cabida en un país con grandes problemas que aquellos emperifollados sibaritas parecían obviar. En los propios corrillos de los hipódromos de Madrid y Aranjuez se discutía y hablaba sobre los desastres políticos de la época, como la Guerra del Rif y el Desastre de Annual. Finalmente, con la llegada de la II República, en abril de 1931, las prioridades del gobierno cambiaron. Las carreras en Aranjuez se suspenden en 1931 y 1932, aunque se mantiene funcional el hipódromo de Legamarejo, que el Gobierno muestra sin remordimiento como un valor más de Aranjuez: en octubre de 1931, y acompañada de varios diputados provinciales y el Ayuntamiento en pleno, lo visita una comitiva de congresistas cinematográficos que lo califican de “grandioso”. Efectivamente, la II República no quiere acabar con el hipismo, aunque los planes son remodelar su financiación y reordenarlo para adaptarlo a los nuevos tiempos. En estos nuevos planes tiene cabida Legamarejo, pero no la Castellana.

La Castellana tiene que desaparecer
El Hipódromo de la Castellana gozaba de un lugar privilegiado que encantaba a sus habituales, pero seguía suponiendo un tapón al desarrollo por el norte de la capital, y su demolición parecía algo inevitable. No era un secreto que la II República tenía otros intereses que mantener la Castellana, reminiscencia de una sociedad caduca y pretérita aislada en su propia burbuja, en absoluto reflejo de la realidad cotidiana del pueblo. Así que todo su empeño fue demolerlo y levantar en su lugar el complejo de edificios de Nuevos Ministerios, símbolo del nuevo Madrid del siglo XX, que acogerá Gobernación, Agricultura y Obras Públicas. Se promete levantar un nuevo hipódromo para continuar con el hipismo madrileño, pero su construcción no se materializa cuando la maquinaria ya empieza a echar abajo el de la Castellana, lo que desata la ira de los aficionados, como leemos en el diario ABC en diciembre de 1932: “¡Las carreras de caballos han muerto! Las mató la orden del Gobierno disponiendo que el 1º de enero comience el derribo del hipódromo. ¡Qué le vamos a hacer! Confiados en que sólo cuando el nuevo hipódromo estuviese construido, pues así estaba legislado, el actual sería derribado, esperábamos lo primero para que lo segundo pudiese llevarse a cabo. No ha sido así y con la medida tomada las carreras acaban. Porque es algo eutrapélico [jocoso] eso de que se celebren en Aranjuez, donde el desplazamiento de las grandes masas sólo en contados casos se realiza. Acabaron las carreras como tantas cosas van acabando.”
El Ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, contestó a las críticas de urbanizar el hipódromo, y explicó que en realidad el proyecto venía de la época monárquica: “[Por medio de un decreto de Hacienda] se ponen a disposición de este ministerio los terrenos del Hipódromo en su totalidad, que son del Estado, y que suman unos 125.000 metros [cuadrados]. Sobre estos terrenos tenía el Ayuntamiento de Madrid una concesión hecha por decreto de 10 de agosto de 1925, para realizar obras de urbanización, y entre otras condiciones figuraba la de la construcción de un nuevo hipódromo. Como han transcurrido los seis años de vigencia sin que el Ayuntamiento haya iniciado el proyecto, la concesión ha caducado en el año 1931. Por esta razón, el Gabinete de Acceso y Extrarradio de Madrid, que existe en Obras Públicas, se ocupa de estos proyectos que se van a acometer en enero próximo, y ya trabaja un equipo de arquitectos que dirige el Sr. Zuazo Ugalde.”
El Gobierno recogía los esbozos realizados durante la monarquía, cuando en 1929 se convocó un concurso internacional para la ordenación de Madrid que no llegó a realizarse. La II República sí lo realizaría para descongestionar un Madrid que crecía rápidamente y se modernizaba sin remordimientos. Como vemos en la imagen inferior, el hipódromo de la Castellana quedaba fuera de lugar y suponía un auténtico tapón en muchos sentidos, justo al final del Paseo de la Castellana.

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Madrid no quiere Aranjuez
El proyecto para el nuevo hipódromo, que acabaría siendo el de la Zarzuela, sufre constantes retrasos, lo que desespera a los aficionados, que ven cómo pasan los meses sin que puedan disfrutar de sus carreras. La II República infligió un daño considerable al hipismo madrileño con la decisión de demoler la Castellana, pero intenta que la actividad continúe en otro lugar más apropiado. Y para ello propone que la Sociedad Hípica se traslade a Aranjuez, desoyendo las voces que lo desaconsejaban por los costes del desplazamiento hasta el Real Sitio tanto para los aficionados como para las cuadras. Desesperados por que el hipismo no salga de la capital, incluso se plantea la construcción de otro hipódromo provisional en los descampados de la Casa de Campo, con tal de no viajar a Aranjuez. Pero la propuesta es rechazada.

La II República apuesta por Aranjuez
La II República está decidida: Aranjuez será la nueva sede de la Sociedad Hípica y, por ende, de las carreras de caballos de Madrid. Menos de dos años después de su proclamación, el Patrimonio de los Bienes de la II  República cede el Hipódromo de Legamarejo y las cuadras en enero de 1933 a la Sociedad de Fomento de la Cría Caballar, quien desde entonces se encargará de su cuidado y mantenimiento. Se trasladan a Aranjuez los caballos que la Sociedad tenía en la Castellana y se insta a dicha Sociedad a que organice en Legamarejo la temporada de 1933. Se constata así que en los catorce años en que la monarquía tuvo posesión del Hipódromo no se habían realizado grandes obras en su mantenimiento, lo que ocasiona que Legamarejo no esté a la altura de alcanzar la categoría esperada para sustituir a la Castellana: “[Desde que se le entregara el Hipódromo a la Sociedad], ésta ha tenido que realizar unos increíbles trabajos para acondicionar en lo mejor posible los múltiples servicios que todo Hipódromo requiere para su funcionamiento”, se lee en ABC antes de la inauguración de la temporada. La Sociedad, como nueva propietaria del Hipódromo de Legamarejo, tuvo entonces un difícil reto que asumir: liarse la manta a la cabeza y aceptar una temporada completa en el modesto hipódromo de Aranjuez.

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Aranjuez se entusiasma
El anuncio oficial se produjo inmediatamente: “No siendo posible el traslado de la Castellana al nuevo hipódromo en construcción [la Zarzuela], para la próxima temporada primaveral de 1933, ésta se verificará en Aranjuez, contribuyendo el Gobierno al déficit que pudiera producirse por aminoración de ingresos”. La noticia fue recibida por el pueblo de Aranjuez con gran alegría y entusiasmo: “Han llegado a Aranjuez los caballos (…). En el hipódromo de Legamarejo se han habilitado 32 ‘boxes’ y cien en Casa Regalada. Las obras de reparación del hipódromo comenzarán a la mayor brevedad. Aranjuez se muestra lleno de regocijo ante los ingresos que espera obtener, calculándose en unas seiscientas mil pesetas sólo en gastos de cuadras”, se leía en enero de 1933 en ABC. Mientras la Castellana desaparecía en el humo de la demolición, el hipódromo de Legamarejo de Aranjuez asumía la temporada completa con nada más y nada menos que veintitrés citas que comenzaron el 26 de marzo y terminaron el 2 de julio, incluyendo el prestigioso Gran Premio de Madrid (dotado con 42 mil pesetas).

Todos a Aranjuez
Las opiniones del traslado a Aranjuez fueron dispares; unas crónicas pedían paciencia y condescendencia “por las molestias que puedan sentir en Aranjuez”, mientras trataban de hacer ver que “un día de carreras en Aranjuez representa un delicioso día de campo. (…) La Sociedad ha buscado, dentro de los modestos medios que a su alcance tiene, el medio más fácil y económico para el transporte de los concurrentes a las reuniones; ha dispuesto que se establezcan en las amplias alamedas del Hipódromo servicios de restaurantes y de bares; todo, en fin, cuanto redunde en comodidad para el aficionado a la belleza del paisaje.” El inicio de la temporada de 1933 realizada en Aranjuez tuvo el ánimo por parte de algunos entusiastas por darle continuidad al deporte en un nuevo escenario, al margen de las incomodidades: “Ya se acabó el cuento de invierno, un poco doliente por parte de algunos pesimistas (…). Las carreras de caballo habían recibido ‘un golpe mortal’ a juico de algunos. (…) No. Hay que acabar con el topo y con el tópico. Mantenga el buen aficionado su entusiasmo, su ilusión. Las carreras siguen gracias a los esfuerzos, al fervor deportivo de la Sociedad de Fomento de la Cría Caballar y al apoyo del Gobierno”, decía la crónica del empiece de la temporada en ABC.
Con Alfonso XIII en el exilio, la menor afluencia de la aristocracia a las carreras de caballos disminuyó la afición al deporte entre la alta sociedad y se popularizó entre las clases medias, que todavía no sabían organizarse para compartir su pasión. Los propios aficionados se quejan de que quienes acuden a los hipódromos “desaparecen” al finalizar las carreras: “Entre nosotros no existe una peña hípica, como sucede en los toros. Apenas se cierra el hipódromo nos disgregamos.” Efectivamente, la ausencia de reyes y aristócratas hace que la afición sea menor, pero como recompensa para el verdadero aficionado deportivo, las crónicas ya no hablan de invitados, vestidos y damiselas, sino de caballos, jinetes y carreras. Héctor Licudi acaba así su crónica sobre el anuncio de las primeras carreras en Aranjuez tras la desaparición de la Castellana: “Hoy estaremos todos en Aranjuez, porque en eso la ‘minoría’ hípica madrileña es de una disciplina sumamente socialista. Supongo que también irá la masa del público, en que se ha visto que la afición ha hecho fuerte arraigo. El desplazamiento a Aranjuez no debe disminuir en lo más mínimo el contingente popular. En todos los países, para trasladarse a la mayoría de los hipódromos, se invierte dos horas (…). El viaje a Aranjuez es corto y agradable; es una jira, un día de campo (…). Vayamos al lugar de ensueño de las realidades del ruiseñor de Rusiñol.”

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Los críticos
Pero frente a esta disposición optimista e ilusionada, los más críticos no aceptaron en absoluto el traslado a Aranjuez, y auguraron una jornada “tristísima, desoladora.” Todas las críticas se centran en la destrucción del hipódromo de la Castellana, del que realmente estaban enamorados, y se quejan de la lejanía del de Legamarejo: “El hipódromo de Aranjuez, para dos o tres reuniones al año, cumple su papel a la perfección; como temporada, no sirve.” Efectivamente, hasta entonces en Aranjuez se disputaban tres carreras clásicas que el aficionado disfrutaba como una excepción, una excursión campestre: “Su apartamiento de Madrid impide el que afluyan las necesarias masas de gentes que forman la afición y mantienen el brillo del deporte; la incomodidad inherente al traslado y el consiguiente aumento de gastos retrae a una considerable masa de concurrentes, que repercute nefastamente en las taquillas de las apuestas. El traslado de cuadras, de mozos, de entrenadores y jinetes y de cuantos viven alrededor del deporte supone serios dispendios y graves quebrantos pecuniarios”, escribe un periodista en ABC bajo el pseudónimo Rubryk.

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Aranjuez luce más brillante que nunca
No se cumplen estas agoreras profecías: para sorpresa de esos mismos periodistas que menospreciaron a Aranjuez, el Real Sitio se llena de gente y goza de una de las mejores jornadas de su historia, con un lleno histórico. Efectivamente, un día de carreras en Aranjuez no supone para el aficionado madrileño una traba, y acude en masa para disfrutar tanto de las carreras como de los encantos del lugar. La incertidumbre sobre cómo acogería la afición el traslado a Aranjuez se salda con un notable éxito, que narran incluso los que fueron más críticos con esta situación, como el pseudónimo Rubryk en ABC, uno de los más escépticos. Claro que, ante el éxito del público, torna su táctica y se ceba con las instalaciones ribereñas que, según él, no están a la altura: “El público, que en tan crecido número ha acudido estas dos tardes al Hipódromo, ha dado una nota altamente simpática y de gran deportividad: aceptar las muchas deficiencias que se notan, teniendo en cuenta que los momentos tan difíciles por los que el deporte pasa imposibilitan a la Sociedad de Carreras hacer lo que con tanto ahínco siempre ha realizado: procurarle las mayores comodidades que pueda apetecer.” Así, no duda en continuar con sus críticas a las instalaciones ribereñas, quizá más empeñado en llevar razón a toda costa que en aceptar la realidad del éxito del público: “El Hipódromo de Aranjuez carece de condiciones para albergar estas grandes masas; abandonado, por otra parte, más de los debido, las obras a realizar alcanzarían un presupuesto de suma cuantía, mayor, desde luego, a la capacidad financiera de la Sociedad”.
Sin embargo, el pueblo de Aranjuez está orgulloso de su hipódromo y encantado con la nueva situación. La promoción de Legamarejo gracias a la sustitución de la Castellana impulsó de tal manera a la ciudad ribereña que, en sesión plenaria, el Ayuntamiento pidió al Ministerio de Obras Públicas y de la Sociedad “que continúen indefinidamente las carreras de caballos en este hipódromo, que reúne excelentes condiciones, y al que acude un público numeroso. Esto proporcionaría grandes beneficios a Aranjuez.” Las inversiones por mejorar el hipódromo se materializaron a mediados de abril de 1933, cuando se inauguró una tribuna para el público “de general”, como recoge ABC.

Los problemas económicos
Pero poco iba a durar el encantamiento: el Ayuntamiento recibe el 26 de agosto de 1933 un oficio de la Sociedad de Cría Caballar de España en el que se anuncia que desiste de la temporada de carreras otoñal, prevista para ese mismo año en Legamarejo, “debido a la situación precaria que atraviesa la Sociedad.” Según informaba desde Aranjuez el diario ABC, “la noticia ha producido general disgusto, porque las reuniones dejaban muchas utilidades.” Efectivamente, frente al éxito de público, había una realidad que la Sociedad no podía asumir: los gastos. En una amplia entrevista concedida a ABC tras la finalización de la temporada en Aranjuez, el Presidente de la Sociedad de la Cría Caballar, Luis Figueroa, asegura que, pese a heredar gratuitamente el hipódromo de Aranjuez mientras se construía el de la Zarzuela, recibieron solamente 110 mil pesetas como subvención para afrontar los gastos, lo que les dejó unos gastos de 210 mil pesetas, por lo que “la Sociedad no ha podido hacer efectiva parte de los premios que han ganado los propietarios esta temporada en Aranjuez.” El déficit total, aseguraba Figueroa, era de 320 mil pesetas; “De este modo será imposible seguir.” También exponía que Madrid necesitaba urgentemente un lugar donde el aficionado pudiera ejercitar la equitación durante todo el año, pues no existía ningún otro donde hacerlo: “Hace falta un lugar próximo a Madrid donde poder instalar no sólo el hipódromo, sino también los terrenos de la Sociedad Hípica Española, con su instalación de cuadras y demás, para que todos los propietarios y jinetes tuviesen lugar adecuado para la celebración de sus concursos, entrenamientos, etc.” Para Figueroa, era imprescindible contar con el nuevo hipódromo en Madrid, “ya que de no celebrarse una temporada normal el próximo año llevaría aparejado consigo la liquidación de todas las yeguadas y de todas las cuadras.” La solución hasta que la Zarzuela estuviera listo era su propia idea de construir un hipódromo en la Casa de Campo. Cosa que nunca se realizó.

La quiebra de la Sociedad Hípica
Tras la ausencia otoñal de 1933, regresaron los caballos a Aranjuez en 1934. Temporada de nuevo exitosa en cuanto a público, aunque no tanto por la falta de inversiones: “Aranjuez fue nuevamente el teatro de estas luchas en su casi ya desvencijado Hipódromo, campo de soledad que nos recuerda que en un tiempo fue Itálica famosa.” La importancia del hipismo la reflejó el pseudónimo Rubryk que, viendo que la Zarzuela no terminaba de llegar, escribió sobre el crucial papel como motor socioeconómico de la época que jugaba este deporte: “De las carreras de caballos son miles los que viven; y cuanto más se intensifique el deporte, cuanto mayor sea su desarrollo, tantos más serán los beneficiados (…). Miles y miles de ciudadanos son los que en los domingueros días buscan esparcir el ánimo en la honesta y agradable diversión.” De la misma manera, retrataba una realidad cruda para los aficionados y profesionales ante la nueva situación: “Vienen realizando los propietarios de caballos, desde hace cuatro años, verdaderos sacrificios económicos sujetos a las esperanzas de un pronto y próspero resurgimiento del deporte (…). De no estar construidos los ‘boxes’ para finales de septiembre, crearán una situación difícil a los propietarios de cuadras. ¿Dónde alojarán a sus caballos? Porque Aranjuez terminó definitivamente.” Paralelamente, la Sociedad de Fomento de la Cría Caballar de España apoyaba dichas afirmaciones con una nota de prensa: “Solicita al Gobierno que fije su atención en las obras del nuevo hipódromo, que llevan ya invertidas la suma de 1.200.000 pesetas, y que por falta de consignación suficiente marchan con una lentitud que esterilizará todos los sacrificios que han realizado en favor de la cría caballar la Sociedad y el Estado.”

Legamarejo desaparece
Mientras que la Zarzuela sufría nuevos retrasos, la trágica noticia del fin de Legamarejo llegó tras el fin de la gloriosamente deportiva temporada de 1934: la Sociedad, incapaz de afrontar las pérdidas ocasionadas por su quiebra, retiró en julio todos los utensilios de su propiedad y devolvió a Patrimonio los suyos, “cerrando para siempre este hermoso hipódromo”. Las cuadras, con sus mozos y jinetes, partieron hacia San Sebastián, dejando en silencio y sin trabajo a los obreros que se quedaron en Aranjuez. “Deberían continuar las clásicas carreras de Aranjuez, esas tres citas primaverales que tanto interés ofrecían”, por lo que se instaba al Ayuntamiento “a la conservación del hipódromo, que cuide de él y que con tiempo suficiente vaya al lento arreglo de tribunas y vallas, antes de que la total ruina haga imposible todo buen deseo”, escribía Rubryk. No le hicieron caso: en agosto de ese mismo año un triste titular anunciaba el fin: “Un hipódromo que desaparece”. En el cuerpo de la noticia se informaba de que los caballos comprados por la Sociedad que estaban en Aranjuez partían hacia Alcalá para servir de sementales. “Ya quedan muy pocos caballos en Aranjuez. La tribuna del hipódromo perteneciente a la Sociedad piensa venderla como madera.” Triste meta la de este hipódromo que tan buenos momentos y tantos beneficios dio a la ciudad de Aranjuez.

De hipódromo a campo de cultivo
Sin la Castellana, sin la Zarzuela (todavía en construcción) y sin Legamarejo, el hipismo se quedó huérfano. Las carreras se suspendieron en 1935, y el inicio de la Guerra Civil (1936) trastocó todos los planes. Tras la contienda, la Zarzuela se inauguró en 1941 ya bajo el régimen de Franco, mientras Legamarejo se perdía en el terreno de los Sotos Históricos de Aranjuez bajo las máquinas que lo roturaron y convirtieron en campos de cultivo. Terminaba así la larga historia hípica de Aranjuez, muy anterior a la madrileña, aunque en 1939 se creó la Sociedad Hípica de Aranjuez (con sede en otros terrenos), fundada en principio para celebrar entrenamientos y pruebas hípicas de los jefes de los regimientos de guarnición tras la Guerra Civil, y que posteriormente sería el punto de encuentro del aficionado ribereño hasta su liquidación en 2014.
Aún hoy se pueden entrever en el paisaje los restos del trazado que acogió a miles de aficionados a lo largo de los años. Pero el silencio es el rey. Los altos árboles pintan de colores el otoño, y la Calle Lemus es sólo un apartado camino en los Sotos Históricos de Aranjuez que los más melancólicos transitan plácidamente buscando quizá algún recuerdo, quizá alguna historia, quizá soledad, quizá sólo encontrar la sensación de libertad de ir en cabeza de una carrera sin público ni premio. Una carrera sin salida ni meta. La carrera de atravesar el tiempo sin complejos.

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Un comentario en “Hipódromos olvidados

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